Relato de identidad.

 

 

                                               RELATO DE IDENTIDAD

 

Voy a comenzar este relato agradeciendo a aquellos amigos y contemporáneos que en esas charlas emotivas y hasta me animaría a decir nostálgicas, en las que intercambiamos recuerdos y sentimientos, me ayudan a rememorar aquellos instantes casi mágicos de la infancia y la juventud. Y que tomándome el atrevimiento de robarles algunos de esos recuerdos, que a mí se me escapan y ellos me devuelven, volcarlos en el.

 

Nacido en la década del 50, en un atrevido y acogedor suburbio del sur de la ciudad, como la mayoría de la gente de mi edad, o mayores que yo, soy nieto y bisnieto de inmigrantes.

Crecí abrigado en una de aquellas típicas casas de chapa. De esa tipo chorizo, donde entre los abuelos, los tíos y los primos compartíamos el mismo único baño, también de chapa y fuera de la casa.

Donde el papel higiénico era el que salía de un viejo diario, o del envoltorio de los fideos, la yerba, el azúcar, las galletitas y muchos otros artículos a granel que ahora no alcanzo a recordar; y que ya era un lujo cuando provenía del de las peras o las manzanas. Los artículos que comprábamos en la antigua y querida almacén del barrio, que no era de una corporación extranjera, ni de un chino o un coreano, llegados con sus culturas y sus costumbres, extrañas para nosotros. Sino del papa inmigrante, tano o gallego, de alguno de los amigos del barrio.

De esos que llegaron primeros, solos, con sus angustias y frustraciones y que trajeron luego a sus recuerdos y sus amores, para instalarse y tener sus hijos y hacer del país que los amparo, su país. De esos que vinieron a empujarnos a hacer un país más pujante, más amigable, más moderno. Un gran país.

Y como renegaba cuando mi viejo me mandaba a comprar calvos a la ferretería de Don Juan, el hijo del alemán. Que garrón!!!

Tardaba un montón. Porque claro, ahí desde clavos y tornillos, pasando por las pinturas y hasta escaleras y el último modelo de máquinas para agujerar, había de todo.

La ferretería del alemán, la ya extinguida ferretería industria…l!!

 

También estaban los otros comerciantes. Como olvidar a los vendedores ambulantes, que vendrían a ser los delivery de hoy, los que esperábamos siempre a una hora determinada del día, o de la semana. Los que pasaban a ser casi los amigos de la cuadra y en su recorrido se ligaban unos matecitos, un café, o a veces una cervecita, si hacía mucho calor.

El turco, el griego, el polaco, el ruso o el armenio, que además y lejos de sentirse discriminados, se sentían orgullosos de sus apodos y hasta lo tomaban como un agasajo a su persona y sobre todo a su nacionalidad. El verdulero, el pescador, el paragüero, el carrito del panadero con su cornetita; y el afilador. El hielero, que cortaba la barra, para compartir en familia. El canto del escobero, con su bagaje de mimbres, de baldes y el tacho de manijas de lavar la ropa. El garrafero, que después fue reemplazado por el cobrador de gas, que era el mismo que también nos pasaba a cobrar la luz.

Y por las tardecitas los vecinos tomando mates en las veredas…!!

 

(Espero que el INADI entienda que este punto de la crónica no es discriminatorio, y que tampoco pretende cambiar el relato, todo lo contrario, mal que nos pese, es pura realidad).

 

Y de pibitos:

¿Te acordas de la pulpo de goma…? ¿Y los arcos…? Que eran alguna prenda, o unos yuyos, o ramas, o un adoquín, o lo que tuviésemos a mano para simularlos…!!

De aquel travesaño imaginario… Que erra de la altura justa del que mejor atajaba, o del mas tronco, o del querido gordo del barrio que siempre terminaba en el arco!!

Y después de una discusión siempre nos poníamos de acuerdo si era gol o no, o si había pasado por arriba, o había salido afuera…

Y nadie se sentía discriminado, ni estigmatizado, ni te acusaban de estar haciendo “bullying”, o como quieras que ahora lo llamen…

Y había que parar cada tanto el partido, muy de tanto en tanto, porque pasaba algún auto. Y las broncas de los vecinos más viejos de la cuadra porque les arruinábamos las siestas, o porque valía hacerla picar contra la pared, o simplemente porque su rectitud y culturas no soportaban esas modalidades que según ellos eran malos comportamientos….

 

¿Y las fogatas de San Pedro y San Pablo…?

Cuanto esfuerzo para buscar las ramas y las maderas, en ir a juntar cañas secas y mangar neumáticos y mueblen viejos; y con qué laburo y cuidado armábamos la torre; que tenía que ser la más alta!!

Y la alegría que nos embargaba cuando llegaba el día y junto con los viejos y los vecinos la prendíamos fuego y los barrios se llenaban de fogatas y bendiciones y el cielo se ponía rojizo; y se parecía a aquella Patagonia que los gallegos descubrieron desde sus carabelas!!

 

Hoy los más jóvenes, como silenciosos cómplices de relatos de la época, nos miran con dudas, sobre todo cuando les contamos que el lechero traía la leche en su carro y que incluso algunos de nosotros, sobre todo los más veteranos, llegamos a tomar la que traían en los tarros. Los tarros de lechero, los que hoy se usan de adornos en más de una casa o un restaurante.

Y que más tarde, cuando apareció la leche envasada, las botellas se dejaban en la puerta de calle con las moneditas o el billete debajo del envase. Y hasta era normal que con la botella llena dejaran el vuelto, sin que nadie se lo robara!!

Y con ella la vieja nos preparaba el dulce de leche. Mientras que la gallega, llegada de la hambruna, con la leche cortada nos hacia la ricota y con su nata, la hoy tan famosa natilla con canela.

Y la abuela del armenio, también llegada del sufrimiento, tenía el secreto del yogurt casero, con el que nos matábamos por las tardecitas en el umbral de la puerta de su casa!!

 

Y como olvidar aquellas infaltables “e inevitables”, reuniones familiares de los domingos a medio día. Las que arrancaban con el vermusito, pasaban por los tallarines o ravioles caseros, que hacían la vieja o alguna de las tías. De aquellos estofados que la abuela había comenzado a preparar desde la mañana temprano y que terminaban en el flan de huevos o el budín de pan, también caseros…!!

Y los huevos fritos de gallina alimentada a maíz. Y los pucheros familiares de los jueves. Esos pucheros en donde desde los ajíes en vinagre, el tomillo, el rabito, los choclos, los chorizos y hasta la mostaza, también casera, no les faltaba nada.

Como olvidar esos sabores y esos momentos, que ya solo quedan guardados en nuestra memoria y nuestra nostalgia y que no volveremos a sentir jamás.

Y la bolita japonesa. Y la lecherita. Y la puntera….

Y la piza de cancha y el infaltables Chuenga ¿te acordas…? y tantos recuerdos más…..

 

En las noches de lluvia nos dormíamos soñando con el futuro y escuchando el canto de las gotas sobre los techos de cinc. En invierno mientras el viento soplaba afuera, la abuela perfumaba las tardecitas poniendo eucalipto a hervir en el brametal. Y nunca faltaban el tecito de cedrón, o el de tilo recién arrancado de la planta, para ayudarnos a descansar.

 

Al crédito en el barrio se lo llamaba fiado. Recuerdo la libreta de hule negra, que vendría a ser la tarjeta de crédito actual. Allí el tano o el gallego anotaban de puño y letra lo que te fiaban y en cuanto el viejo traía el sueldo, lo primero que hacía la vieja era ir a honrar la deuda, salía corriendo a cumplir y pagar. No había cheques, ni hacían falta cartas documentos, ni había nada que explicar, había palabra y había que pagar.

El vigilante de la esquina era el certificado de seguridad, el ladrón, aunque parezca mentira tenia códigos que debía respetar; y el médico del barrio era el papa de alguno de los vagos, que atendía en su casa, sin miedo a que lo puedan ir a robar. Claro, seria que por las tardecitas, en el club del barrio, cada uno dejaba colgada por un ratito su obligación y se sentaban los tres juntos para jugarse un truquito, un chinchón, o algunas bandas en el billar.

 

No teníamos teléfono. Y no hablo del móvil, de ninguno, ni el antiguo y famoso negro de manija. No teníamos más que 2 o 3 canales y una tele que podía comprar el más rico de la cuadra para compartir Superman, Los Tres Chiflados, Popeye, Daniel Bon, el Pato Donald, o el Llanero Solitario. Siempre y cuando nos hayamos portado bien en el cole. Y eso significaba respetar las órdenes de la maestra, que para muchos cumplía el papel de madre, aunque no nos gustaran demasiado sus retos, o creyéramos que no tenía razón.

Y a nadie se le hubiera ocurrido usar este triste termino que hoy tanto recomiendan la mayoría de los profesionales, sobre todo los de la salud mental, pero que inevitablemente se ven obligados a usar con sus hijos tanto padres como maestros…. “Negociar” con ellos!!

 

Teníamos que hacer malabares para comprar la pelota de cuero. La mayoría teníamos que fabricarnos los juguetes porque nuestro viejos no tenían plata para comprarlos, o aun no existían, o simplemente porque era la manera de competir y hasta un entretenimiento y un placer. Nos pasábamos el día armando el carrito de rulemanes, gastando los marmolitos contra el cordón, hasta dejarlos bien cuadraditos para el dinenti.

Y el barrilete… ¡que desafío!! Conseguir las cañas secas, abrirlas, preparar el papel, el engrudo y no poder permitirnos que el tiro, o la cola, estén algo desviados, porque entonces seguro se nos iba a caer.

Y compartíamos desde una gaseosa hasta los gastos de  una salida al cine continuado de los sábados o domingos. Es que la solidaridad era parte de nuestras vidas, era algo tan natural como respirar.

Recuerdo por ejemplo que cuando algún vecino fallecía, muchos familiares decidían que se lo velara en su pieza. Es que en los barrios de aquella época ¿A quién se le iba a ocurrir que no fuera así?

Y los vecinos además de estar presentes y colaborar en lo que fuese necesario, se peleaban para ver cuál de ellos se llevaba a los chicos de la familia a dormir a su casa esa noche.

 

Pero tampoco teníamos paco, ni coca, ni planes sociales, ni punteros políticos, ni piqueteros, ni barras bravas a sueldo, ni delincuentes que torturaban ancianos, ni tantas otras basuras más. Las puertas no conocían de llaves ni de candados y las rejas eran en muchos casos tan solo adornos de ornamentación.

 

Cuando ya éramos bastante boludos, llámese, entre los 12 y 13 años teníamos dos caminos, trabajar o estudiar. Y a la mayoría que quería estudiar solo le quedaba uno, trabajar para poder estudiar.

Y es ahí también donde comenzábamos a asomarnos a ese mundo nuevo y tan atractivo, como tan formador y tan peligros, que era el Café del Barrio. A escondida de los viejos y con la complicidad pero el respeto que nos imponían los mayores, empezaba una nueva etapa de la vida, la que luego y de acuerdo a la educación que arrastrara cada uno, consistiría en la vida misma.

En todos los barrios, además de los Clubes, existían siempre dos o tres Cafetines donde se escuchaba discutir de política, fútbol, música, arte, mujeres, economía; y hasta de filosofía. Donde se aprendía a convivir con las distintas realidades, crueldades y bondades de la época. Donde algunos fumaron su primer cigarrillo, donde conocíamos la timba, la quiniela y otros despertaron de la pubertad.

Donde dolían las primeras traiciones y crueldades. Y donde parafraseando el tango del gran Disepolin:

Como olvidarte en este “Relato” Cafetín de Buenos Aires, si de chiquilín te miraba de afuera como a esas cosas que nunca se alcanzan…

La ñata contra el vidrio en aquel azul de frio, que sólo fue después viviendo igual al mío…

Y que sobre tus mesas que nunca preguntan, llore una tarde el primer desengaño.

Nací a las penas. Bebí mis años…..

Y allí guarde mi ilusión….

 

 

Y mi viejo, ladrillo por ladrillo nos fue edificando su casita de material. Claro en aquel tiempo a quien se le hubiese ocurrido reclamar como derecho una vivienda digna y un plan social. No, si justamente hacerse su propia casa, era ante nosotros, sus hijos, sinónimo de orgullo y un ejemplo claro de progreso y de dignidad.

 

Es verdad, muchas cosas nos faltaron. Y muchas otras ni existían, como el frízer, el microondas, el lavarropas automático, el lavavajillas, el aire acondicionado, la PC, la banda ancha,  el Internet,  o el wi fi.

Pero teníamos principios y libertad. Y familia. Y valores hoy ya casi desaparecidos, que nos unían y nos hacían sentir mejor, como la ética, el respeto, la educación y la dignidad. Y sobre todo las ganas de aprender y progresar.

Y esa gente somos muchos de nosotros, los que nos pusimos el traje de honradez, de honestidad y de trabajo que heredamos de nuestros abuelos y nuestros viejos. Y que somos los que aun hoy hacemos, a duras penas, que esta sociedad siga resistiendo la decadencia y mediocridad en la que se sumió.

 

Nos conformábamos con tan poco….

Y como diría el inolvidable Alberto Olmedo: – Éramos tan pobres!!!

Pero éramos tan felices…..

 

Y así nos educaron, a ser honestos, a aprender a ganarnos lo nuestro con esfuerzo y dignidad. A ser libres y felices.

Y después cada uno saldría en busca de su camino, de su propia verdad.

 

Y vendría la adolescencia, los bailes del sábado por la noche, la primera vez, el primer amor, esos amigos inolvidables y los otros, los que durarían para toda la vida. Los sueños que no pudieron ser y alguna dicha que el destino nos regalo sin pensar, a veces sin querer.

El amor definitivo, el hogar…. y los hijos, ese maravilloso milagro que nos regaló la naturaleza y por el que aprendimos el verdadero significado de la palabra responsabilidad. Y sobre todo el de la palabra miedo, algo que creímos no conocer hasta que aparecieron en ellos las primeras rayitas de fiebre y las primeras nanas!!

Y esta existencia que se fue haciendo sin darnos cuenta, casi sin planear.

Este inmenso universo de amores que están conmigo siempre, en cada momento, en cada lugar. La vos embroncada de mi viejo por alguna travesura que me mande y la mirada cómplice de mama. Los paso cansados que delataban a la abuela. La otra, la gallega recordando aquel pueblito del que su alma nunca partió. Los mates de la tía cortando la siesta. Y mi hermano…!!!

“Este olor ha pasado que no me puedo olvidar. Esta nostalgia dulce que no me quiero arrancar”.

 

De vez en cuando voy por el barrio. Y aunque ya nada está igual, yo vuelvo a escucho aquella alegría y vuelvo a ver a los pibes jugar. Y me vuelvo a encontrar a escondidas con esa piba adolecente que un domingo me pidió prestada la inocencia; y ya no me la devolvería jamás. Y me quedo un rato en la esquina, imaginando, mirando a los viejos amigos. Me quedo con ellos charlando hasta la madrugada, como si la vida no hubiese pasado, como si nada hubiese logrado hacernos cambiar.

Y sin pedirme permiso regresan a mi memoria, la estación antigua, el terraplén y el silbido del tren lechero. Las chatas saliendo del vaciadero y el gordo Angelito pescando en el zanjón…

 

Pido disculpas por este relato a aquellos que no tuvieron la suerte de haber nacido en un barrio con malvón y luna, donde los sueños suelen hacer gambetas. Con el farol balanceando en la barrera y con el misterio de adiós que siembra el tren. Con un ladrido de perros a la luna y el amor escondido en un portón. Y los sapos redoblando en la laguna… y a lo lejos, la voz de un bandoneón.

 

Pero es que la vida me regalo muchas cosas, muchos momentos, muchas sensaciones, muchas personas, muchísimo amor. Podría escribir varios libros contando todo lo que me dio. La vida me regalo una vida, que ya es mucho que agradecer. Y fue tan generosa…. y sobre todo tan sabia conmigo, que me regalo este pasado que les acabo de relatar. Este pasado envidiable, que fue nada más y nada menos que el maestro, que me la enseño a valorar.

                                                                                      

                                                                                           

                                                                                         (Un relato a finalizar.)

                                                                                                   Ignatius Bor.          

         

                                                                   

                                                                     

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