El Niño Interior

 

 

                                               EL NIÑO INTERIOR

   

  Hacía ya un tiempo que la vida de Diego se había modificado, todo pasaba de una manera diferente, vertiginosa, que ya había quedado definitivamente atrás aquella antigua felicidad de la adolescencia y la juventud. Que hoy todo eran obligaciones, trabajo y velocidad.

La relación con sus amigos, su pareja, su hermano, su trabajo, en fin, la cotidianeidad lo obligaba a llevar un ritmo y unas exigencias que parecían no dejarlo frenar.

Era como que la carrera que lleva la vida le venía exigiendo continuamente algo nuevo cada día, como si él mismo también viviera exigiéndose permanentemente algo. Y lo peor era que no sabía bien qué, ni porqué, ni para qué.

  Esa mañana, como últimamente cada mañana, sonó el despertador, nuevamente se despertó angustiado, salto de la cama, se pegó un baño, tomo un café que como cada noche, por el apuro, dejó preparado la noche anterior y comiendo unas galletas salió corriendo hacia el trabajo. También tarde y apurado, como cada mañana.

  Pero esa mañana algo sucedería, algo que lo iba a sorprenderlo y que cambiaría para siempre su padecer. Y parecer.

  Al subir al ascensor, como cada mañana, el mismo paro en el tercer piso; y como cada mañana subió la señora del tercero “B”, que también como cada mañana, lo saludo a las apuradas, sin mirarlo y con esos obligados y descortés:

  • Buenos días…

Con los que por apuro y obligación ya todos se han acostumbrado a pronunciar y soportar.

La doctora también iba a trabajar a su hospital apurada como cada mañana. Pero esta mañana, mientras la doctora acomodaba su cabello y terminaba de pintar sus labios y empolvar su cara, noto que solo veía eso, su rostro.

La mujer no existía, era solo un rostro con un cuerpo de aureola.

Y aún quedó más perplejo cuando vio que una niña dormía plácidamente en esa aureola… 

  Salieron del ascensor y no hizo más que atinar a tirarse en uno de los sillones de la recepción. Se restregó los ojos y pensó que esta angustia ya estaba pasando a ser un descontrol.

El ascensor volvió a subir y a los segundo bajó de su interior el abogado del noveno “A”. Un tipo siempre elegante, con sus distinguidos trajes y sus zapatos siempre brillantes, paso delante de él sin ni siquiera prestarle la más mínima atención, sin saludar, como es costumbre actualmente, porque aunque seamos vecinos y habitemos en la misma colmena, no sabemos siquiera quien comparte con nosotros ni el mismo ascensor.

La cosa que hoy, el abogado, había cambiado su impecable vestimenta por otro cuerpo de aureola, pero en este caso con niño en su interior.

Ni les cuento el espanto de Diego cuando noto que el niño, cuál película de terror, giró su cuello, le sonrió y abriendo y cerrando sus deditos lo saludaba.

  Estaba entrando en desesperación, iba a llamar a su pareja, que le había recomendado un psiquiatra conocido y muy destacado, cuando entró el portero. Noto que estaba en un estado de alteración tan visible que se acercó y le preguntó si se sentía bien.

Diego miraba al piso; y cuando comenzó a levantar lentamente su cabeza y estaba a punto de contestarle, que no muy bien, se encontró con que nuevamente veía una aureola con un niño sonriente en su interior y una cara, que sí, era la del portero.

  • Bien… Bien… (Le contesto entre cortado.)

  Salió a la calle y para su horror lo único que veía eran aureolas apresuradas, con rostros reales, serios, adustos, con ojos perdidos en esa cruda cotidianeidad que él también padecía. Y todas iban con niños durmiendo, o alegres, o sonrientes, o saludando a quienes se les cruzaban. Y hasta como pidiendo que los dejaran salir de esas aureolas para poder jugar, aunque más no sea, un ratito en el exterior.

  Siguió caminando sin saber qué hacer. Se sentó en un banco del parque que se encontraba a unas cuadras de su departamento, el sol saliente de la mañana le pegaba de frente, lo entibiaba y casi no lo dejaba ver bien.

Tampoco quería ver nada…

Busco en sus bolsillos el celular para llamar y pedir ayuda a su pareja cuando noto que también él era una aureola. Y dentro le sonreía su niño. Se reconoció enseguida, porque era él. Se reconoció porque se había visto en esas fotos que tan celosamente y orgullosamente sus padres guardaban sobre algún mueble, o en un cajón. 

  De pronto unas sombras se le acercaban. Se le pararon delante tapándole el sol. Sintió algo de terror. Era una parejita de ancianos caminando abrazados.

Ella con sus manos gastadas y sus ojos llenos de amor acaricio su rostro; y con esa voz que solo suena en los sueños y cuentos de hadas le dijo:

  • No temas hijo. No hay de qué temer.

Eres una buena persona. Y eso es lo que te está pasando.

No aceptas esta insensible realidad. No te resignas a ser los que hoy estás siendo, no te resignas a perder tu ingenuidad. Y eso está perfecto, no la pierdas nunca!

             Los niños que ves existen. Viven en cada uno de nosotros, pero los adultos los vamos olvidado, los vamos enterrado en cementerios de egoísmos, ambiciones, de consumismos; de crueldades.

            Es verdad, no puedes escapar de este mundo, ni salirte de esta sociedad en la que te encerraron, pero si puedes mantener vivo a tu niño interior. Y mientras mantengas vivo y feliz a tu niño, él hará que tu mundo sea mejor, más feliz, más sano, menos cruel y real, porque el verdadero y más puro amor está en la pureza de la inocencia. En ese milagro que no debes enterrar jamás.

 

  Los ancianos se tomaron de la mano y se fueron alejando lentamente, dejando que el sol volviera a envolverlo como un milagro, como si ahora lo entibiara un nuevo sol.

  Diego se quedó sentado mirando cómo parecían disolverse en un extraño resplandor que los absorbía.

Mientras tanto y a todo esto su niño ya había salido a correr por el parque, lo veía reír y jugar con otros pocos niños como el de él; y también saludarse y hacerse muecas con los que lamentablemente aún, continuaban encerrados en sus aureolas.

 

  Pero mientras el niño jugaba despreocupado, sonó el despertador. Lo primero que atinó a hacer, como cada mañana, fue saltar de la cama para empezar a exigirse y corre.

Pero esta vez fue distinto, no sabía si fue un sueño o una realidad.

Volvió a la cama. Tocó su cuerpo, la aureola ya no estaba ahí, había desaparecido, pero un niño imaginario dormía en su cama, a su costado, sobre su almohada, con una envidiable expresión de paz y felicidad.

Supo que fue una realidad.

Se recostó a su lado, lo observaba en silencio, sentía que lo amaba como un loco ama a su imaginación.

Hoy no iría a trabajar. Inventaría alguna excusa.

Sabía que el mundo seguirá girando a su ritmo y no lo entendería, ni menos aún le creería.

Tampoco ya  le importaba demasiado.

Sabía que el mundo seguiría girando a su propia velocidad y que él no se podría bajar, pero también sabía que de ahora en más muchas cosas iban a cambiar, por lo menos en él.

Porque su niño interior existía y sería Él quien ahora ya no lo dejaría en paz.

Su niño interior sería el que ahora le exigiría cada día que no olvidara que debía ser feliz, proteger su ingenuidad para que nadie abuse de ella, ni se dé cuenta y se la quiera quitar nuevamente.

Y sobre todo, le recordaría cada día, que no debía olvidarse de llevarlo a jugar…

 

 

Idea e imaginación: Alberto Reyna.

Arreglos y redacción: Ignatius Bor.

Leave a Comment

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos necesarios están marcados *