Hojas Castañas

                                                

                                             HOJAS CASTAÑAS

 

Era una tarde de otoño. Y como cada tarde en la semana, a la hora en que el sol ya no lastima, pero aún arropa hasta el alma, el hombre caminaba lento hacia su banco en la plaza.

En una mano llevaba semillas para los pájaros que lo esperaban y en la otra apenas escondía alguna que otra esperanza.

Caminaba lento, sin apuro, como arrastrando un pesado  pasado lleno de momentos vividos, algunos felices, otros no tanto.

Pintaba la estampa de un hombre algo cansado, como cargando una mochila de recuerdos, de desengaños, tal vez un poco golpeado, aunque una luz tenue en sus ojos parecía agradecer su pasado.

 

El verde del suelo se escondía entre las hojas castañas, algunas aún se mecían, mientras otras ya agonizaban. El viento era como una suave caricia que invitaba a la calma.

Quise sentarme a su lado y como en el cuento de Borges intentar con él una charla.

Algo desconocido me hacía sentir que necesitaba despejar alguna intriga, indagar en su mundo, escarbar sobre aquel tiempo lejano al que ese ser, en una silenciosa atracción, me convocaba.

Me senté a su lado y sin mediar palabras comencé a percibir una vida vívida, llena de ilusión y realizaciones, desde una niñez humilde, hasta una rica infancia. Pero rica en amor y sueños, no en dinero ni abundancias.

Su adolescencia y juventud, como en una película muda se reflejaban sobres el manto de hojas, eran rebeldías trajinadas, llenas de aventuras y desventuras, de amigos entrañables, de atorrantes y de enseñanzas.

De esos amigos para siempre. Y de los otros, de los ocasionales, los que la vida te da y te quita como telas de simples trazas.

De los atrevidos y los rezagados. De los sinvergüenzas y los educados.

 

El hombre supo de amores, de adolescentes inmaculadas. También de las que sin elección, tuvieron que caminar las noches, esquivando esquinas con trampas.

De placeres y de lujurias. De compartir un mendrugo y tomar de la misma jarra.

Sabia de borracheras, de códigos, de esperanzas, de heridas y desengaños y de cómo zafar el cuero cuando te arrojan la puñalada.

Y así aprendió que de cada uno hay que bancarse los enojos y disfrutar los encantos. Compartir las épocas buenas, y no borrarse en las malas.

Aprendió a pedir perdones. Y comerse algunas trastadas.

 

Conocedor del glamour y los lujos, cenó con señores ricos y grandes personalidades.

Pero nunca olvidó sus orígenes. Y no los cambió por suburbios ni sus amigos de barrio.

Jamás renegó de su esencia, porque siempre la tuvo clara, sabía que valor y precio, no surcan las mismas aguas.

Aprendió que perder el tiempo fue correr hacia ningún lado; y que solo valieron la pena los amores recompensados.

 

Nos hablábamos en silencio, no hacían falta palabras. En realidad, mientras Él pensaba, su voz sonaba en mi alma.

Me transportaba a su tiempo y se anudó mi garganta.

Era todo tan extraño, como si la vida nunca pasara, como si en cada recuerdo suyo quedará mi edad congelada, como si no existieran los años, como si penetrara en mi cada instante. Como si en un pestañeo, el ayer y el hoy se abrazaran.

No me animé a interrumpirlo, tampoco intente preguntarle, sentí que era su hora de estar solo, de reflexionar, de emocionarse.

 

El sol se iba ocultando entre edificios altos y árboles centenarios. La tarde iba ganado las calles, mientras iban buscando refugio los gorriones y los zorzales.

El hombre se levantó y me dejó sin palabras. Se alejó en silencio y con pasos desahogados.

Yo me quedé como Borges, en un espacio olvidado, en algún lugar de la mente, viendo como se marchaba.

Entendí entonces mi intriga y la silenciosa atracción, a la que yo mismo me convocaba.

Me abandonó en ese otoño, entre las hojas castañas. Me dejo solo y melancólico, como a un niño asustado, como a quién ilusionando un futuro, lo persiguió su pasado.

 

                                                                                 Ignatius Bor.

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